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domingo, 12 de octubre de 2008

El santuario de Nemrut Dağı

TURQUÍA (Hispanatolia)
Habría que remontarse al año 1881, cuando un general, Nelmut Von Moltke, que se encontraba de misión militar por los desolados montes Ankar, en la cordillera del Tauro, se dio de bruces con el hallazgo. Cuenta Nelmut que unos pastores que vivían en el remoto poblado de Horik le hablaron de una montaña en cuya cima se levantaban unas enigmáticas y enormes estatuas de personas y animales.
Aunque Nelmut no se lo creyó del todo decidió subir a la montaña. Cuando llegó a su cima no cabía en su asombro. Efectivamente, aquella pequeña colina estaba rematada por un monumental pico rematada por la mano del hombre a base de pequeñas piedras apiladas y salpicada por enormes estatuas.
La altura de estas estatuas oscila entre los tres y los cinco metros; las cabezas, separadas de sus cuerpos a consecuencia de los movimientos sísmicos que a lo largo de la historia han sacudido a la región, yacen esparcidas por el suelo recreando un escalofriante campo de batalla y corresponden a dioses y hombres divinizados por el rey Antioco I: Hércules, Antíoco I, Zeus, la diosa Fortuna, Apolo, Mitra, Helios, Hermes y Alejandro Magno.
Yacimiento funerario
Hasta entonces, este santuario sólo era conocido por los pastores que vivían por la zona. Ahora, sin embargo, y debido a la magnitud del hallazgo, son muchos los viajeros que se aventuran a esta mágica región turca para visitar in situ lo que algunos arqueólogos han catalogado como uno de los más impresionantes restos arqueológicos de naturaleza funeraria del mundo. Al principio, el acceso a Nemrut Dağı sólo podía hacerse a pie o a caballo. Hoy, una empinada carretera, a ratos medio asfaltada, sitúa al viajero a pocos metros de la cima.
Los monumentos de la montaña de Nemrut se levantaron bajo la orden del rey de Comagena, Antíoco I, en el siglo I a.C. Antíoco I era un gran amigo de los griegos y de los romanos y, sobre todo, un admirador del genio militar y humano de Alejandro Magno. Soberano del pequeño reino de Comagena, que floreció entre la región de Cilicia y el Éufrates entre el año 69 a.C. y el 72 de nuestra, era un estado-tampón entre el crecientemente poderoso imperio romano y el persa.
Antíoco I Epífanes, según él mismo, descendiente por parte de su padre Mitrídates, de Darío el Grande, y por parte de su madre Laodicea, de Alejandro Magno, reinó entre el 69 y el 32 a C, consiguiendo una vez muerto, alcanzar la gloria que no había podido conquistar en vida. Pudiendo finalmente hacer caso omiso de la actitud de humildad y sumisión que se vio obligado a adoptar a lo largo de su vida, decidió construir su propio monumento funerario en el punto más alto de su propio reino, para poder situarse finalmente por encima de los demás; para estar más cerca de los dioses -sus iguales-; y para poder, aunque sólo idealmente, seguir dominando el reino de Comagena.
Dioses del Olimpo
Fue así como, sobre la cima del Nemrut Dağı, perteneciente a la cadena montañosa del Tauro, mandó desmenuzar gran cantidad de piedras en guijarros del tamaño de un puño y erigir con ellas un gran túmulo de más de 50 metros de alto y 150 de diámetro rodeado por tres terrazas monumentales escalonadas y adornadas con colosales estatuas de los dioses del Olimpo sentados en sus tronos.
«Yo, Antíoco, he mandado erigir esta mausoleo para mi mayor gloria y para gloria de los dioses»: así reza una de las inscripciones grabadas en la parte posterior de los tronos de las terrazas oriental y occidental. A juzgar por estas inscripciones, Antíoco pretendía ser el adalid de una nueva religión, fruto de la unión sincrética de elementos religiosos greco-romanos y persas. En el Nemrut Dağı, el rey de Comagena consiguió librarse de su complejo de inferioridad e ignorar, por una vez, la prudente política de equidistancia que practicó, durante su reinado, respecto al imperio romano y el persa.
El Nemrut Dağı no defrauda. Subir a su cima al alba o a la hora del crepúsculo, cuando los gigantes de piedra que montan guardia protegiendo la tumba de un simple mortal parecen incendiarse contra el cono de piedra y despertarse de su pétreo sueño, es una experiencia única e inolvidable. Entonces resulta fácil encontrar un rincón para librarse a la meditación y dar rienda suelta a la fantasía y a la emoción.
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